“El Arte es una pausa, un encuentro de sensibilidades”
Doménico Cieri Estrada
Pocas cosas habrán llamado
tan poderosamente la atención del abajo firmante en los últimos tiempos, y muy
pocas palabras serían lo suficientemente sutiles como para describir lo que he
tenido la fortuna de presenciar esta misma tarde. Esta semana discurría tan
rutinaria como las anteriores, pero en el día de hoy esa monotonía se deshizo
en mil pedazos, y estos privilegiados ojos fueron testigos de lo sublime, de
una excelsa manifestación de la creación divina. Dicho lo cual, se pueden
imaginar que cualquier esfuerzo narrativo que lleve a cabo será en vano,
resultando una tarea harto complicada detallaros el evento con la verosimilitud
y el tacto que el tema en cuestión se merece. Vendería por dos duros el alma al
Diablo para que me concediese el talento de un Velázquez o un Goya para, pincel
en mano, recrear aquello que de momento se mantiene en mi memoria pero que,
mucho me temo, se disipará con el paso del tiempo.
La más alta de las bellezas formales no la hallé a través del
lirismo de unos delicados versos ni al escuchar una exquisita melodía, sino que
tomaba forma en el culo de aquel cuerpo que me precedía en la cola del
ultramarinos. Venía a ser un culo de venerable aspecto, con mucha personalidad
y un acusado carácter terso. Un señor culo con más poderío que el séptimo de
caballería y la firmeza de un guardia civil de la posguerra, que baste que se
mueva un ápice para que cualquier mortal grite aquello de a la
orden, mi superior, aquí se presenta un servidor para lo que usted mande.
Dejé de cavilar cuando me percaté de que la autora de aquella maravilla, es
decir, la madre de la criatura, había estado observando al observador. Se
produjo un momento tenso. Girando un poco la cabeza hacia ella, no supe hacer
otra cosa que sonreir, y en ese instante, me preguntó:
-How are you?
Pensaba responderle - con la debida cortesía – que estaba
bien, que andaba un poco distraído mirando de soslayo el culo de su hija, y sin
mayor pretensión que la de matar el tiempo antes de pasar por caja, el
contemplar esa peculiaridad de la naturaleza me había recordado lo bonita que
es la vida. Añadir que, emocionado, tuve el impulso de cantarle una sentida
saeta – aunque cierto es que al final me contuve -, algo que no me había
sucedido ni teniendo frente por frente a la mismísima Virgen de la
Macarena. Quise decirle tantas cosas, que paradójicamente cobró protagonismo
el silencio, le llegó el turno de pasar por caja y ya no volvimos a cruzarnos
la palabra ni la mirada.
Hoy, la vida me enseñó que no hace falta ser creyente para apreciar el
milagro de la obra de Dios, del mismo modo que no hace falta ser chino mandarín
para que te gusten los noodles.